Notas |
[1]
Así se lo conoce también en su tiempo cuando aluden a él sus contemporáneos, y de ese modo se dirigen a su persona los Reyes Católicos en frecuentes ocasiones.
[2]
Se conoce, tradicionalmente, con el título “De vita beata”, desde que de este modo lo dio a conocer en el mundo de los bibliógrafos don Nicolás Antonio, y así lo han denominado estudiosos como Ángel Alcalá, Ottavio Di Camillo, Juan Carlos Conde y Alejandro Medina. Otro nombre genérico es el de “Libro de vita beata”; de esta forma aluden a él Ángel Alcalá y Ana Vian. Don Antonio Paz y Melia, el primer editor del diálogo, se refirió al mismo como “Libro de vita beata”. El título que figura en la Biblioteca Nacional de España es el de “Diálogo moral entre don Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, don Íñigo López de Mendoza, Marqués de Santillana y Juan de Mena, cordobés”. Como “Vida beata” lo conocen Margherita Morreale y José Miguel Martínez. Con el nombre de “Diálogo de vita beata” lo citan Giovanni Mª. Bertini, Juan Carlos Conde, Fernando Gómez Redondo, Alejandro Medina, o Lucia Binotti. Posteriormente, y tomando como referencia el titulus que abre el diálogo, Guido M. Cappelli, ofreció el de De vita felici, y así aluden a él tanto Olga Perotti como Ana Vian. También Jerónimo Miguel lo cita así en el título de su tesis doctoral, y lo acompaña del de “Diálogo sobre la vida feliz” (“De vita felici o Diálogo sobre la vida feliz, de Juan de Lucena…”). Jerónimo Miguel (2014) lleva a cabo un amplio estudio sobre la vida del autor y ofrece una edición crítica de la obra; allí propone el de “Diálogo sobre la vida feliz”, fundamentándose en las palabras que Juan de Lucena dirige a Enrique IV de Castilla en el prólogo de la obra y dando un título en castellano que, en su opinión, se aviene mejor con la lengua en la que el texto está escrito (para su justificación, véase la pág. 2 de su edición).
[3]
En el testamento que hizo en la ciudad de Soria, el 10 de septiembre de 1501, declara estar a punto de cumplir los 70 años.
[4]
No es fecha segura. En 1501 Juan de Lucena hace testamento y en un documento de 1506 se deja constancia de que dos años antes el protonotario de Lucena ya había fallecido.
[5]
Fue clérigo de la catedral del Burgo de Osma, en Soria. En Roma, al servicio del papa Pío II, desempeñó el cargo de familiar y regresó a la Península con el título de protonotario apostólico. Entró a formar parte de la corte del príncipe Fernando, futuro rey de Aragón, entonces rey de Sicilia. Fue embajador de éste y también de la princesa Isabel de Castilla –luego reina– en las cortes de Inglaterra, Flandes, Borgoña, Bretaña y Francia, desde 1468 a 1482. Entre 1486 y 1492 ocupó el cargo de abad de Covarrubias (Burgos). Formó parte del grupo de letrados que asesoraba en la corte a los Monarcas. Además de sus misiones diplomáticas, se dedicó al estudio de las letras: sus obras más significativas son el “Diálogo sobre la vida feliz”, la “Epístola exhortatoria a las letras” y el “Tratado de los galardones”.
[6]
En el ms. de Roma.
[7]
En las ediciones impresas de Zamora, 1483, Burgos, 1499 y 1502, Sevilla (c. 1514-1519) y Medina del Campo, 1543.
[8]
Es uno de los asuntos más relevantes de la obra. Detrás del fin que persiguen los integrantes del debate, esto es, descubrir si en esta vida existe la felicidad, se esconde la voluntad del autor por llevar a cabo una meditada y bien trabada crítica de la sociedad de su tiempo. Así, destaca la que realiza de los religiosos, en general, más preocupados por acumular beneficios y riquezas materiales que por cumplir con sus obligaciones como ministros de la Iglesia; la del monarca, Enrique IV, falto de voluntad y de decisión para poner paz entre la belicosa nobleza y dirigir sus esfuerzos a la reconquista del reino de Granada; la de los propios nobles, quienes, más que atender a la causa del bien público, sirven a sus propios intereses y se enzarzan en luchas partidistas e internas, o maquinan contra su soberano, siempre para alcanzar mayor poder y riquezas; la de la ignorancia de los cortesanos, que no sienten interés alguno por el estudio y pasan el tiempo adulando al rey o urdiendo intrigas, cuando no dedicados a las pullas y al arte de motejar, una afición muy extendida en la corte; a la falta de la educación de los propios hijos: si en la antigua Roma se los instruía en el conocimiento, ahora se los aveza a las citadas pullas; al del abandono en que han caído los estudios y el saber: según los propios interlocutores, no hay apenas nadie que sienta interés por aprender, ni se hallan mecenas que ayuden al desarrollo de la cultura, de ahí que sean mayores los perjuicios que se derivan de esa falta de estímulos que los beneficios que la ciencia comporta; la del falso concepto de virtud, en fin, basado en la herencia de los padres o en las riquezas y no en los hechos meritorios de cada uno como mandaba la “virtus” clásica.
[9]
Los interlocutores del Diálogo van dando repaso a los diferentes estamentos sociales para intentar saber si en alguno de ellos se halla la felicidad. Empiezan por los que corresponden a la “vida activa”, recorriendo desde los más elevados (ricos, caballeros, nobles, reyes y príncipes) hasta los más humildes (pastores y campesinos), y continúan con los que pertenecen a la “vida contemplativa” (religiosos, en general, obispos, arzobispos, cardenales, hasta el mismo Papa), para concluir que en ninguno de ellos puede encontrarse la ansiada felicidad.
[10]
Concretamente, acerca de la existencia, o no, de la felicidad en el mundo terrenal. La conclusión a la que llegan los participantes en el diálogo es que la felicidad solo existe en el más allá, cuando las almas gocen de la contemplación de Dios.
[11]
Son frecuentes en la obra las alusiones al diálogo como una contienda caballeresca. El coloquio se presenta a guisa de liza o torneo en el que el Obispo hará de “mantenedor”, mientras que el Marqués y Juan de Mena desempeñarán el papel de “ventureros”. Más allá de esto, son muy comunes los términos alusivos al mundo de la caballería, que se utilizan a modo de metáforas con el fin de darle mayor expresividad a la lengua. En el fondo, estamos ante el tópico clásico de “fortitudo et sapientia”, representado, en nuestro caso, por el Marqués, don Íñigo López de Mendoza; él reúne las virtudes del perfecto caballero: dedicación constante a las armas y amor por el estudio. Como dirá de él el Obispo, “ni las armas sus estudios, ni los estudios empachan sus armas”. Lucena acrecienta esta imagen del perfecto caballero trayendo a escena figuras históricas, tanto del pasado, como de su tiempo: sirva como ejemplo la de Alfonso V de Aragón, el Magnánimo, rey de Nápoles, gran protector de las letras e impulsor del saber.
[12]
La controversia religiosa se centra específicamente en la discriminación que sufrían los judeoconversos en la sociedad castellana del siglo XV. Lucena, como correligionario de éstos, es sensible a dicha marginación y, más de una vez, sale en defensa de los mismos. Le duele, especialmente, el apodo de “marranos” con el que comúnmente se los insultaba y denigraba. El autor, por boca del Obispo, reivindica la nobleza y la honra de los conversos y aboga por la convivencia de cristianos viejos y cristianos nuevos en una misma fe y un mismo credo, sin discriminación social alguna. Por otro lado, en el diálogo, son comunes las críticas tanto al estamento religioso, en general, como a la propia Iglesia. Contundente, en este sentido, es la reprobación que se hace del poder temporal de la misma, fruto éste de la famosa “Donatio” del emperador Constantino. Para Juan de Lucena, con esta falsa donación se perdió la esencia de los preceptos enseñados por Cristo y de ella derivaron el vicio y la corrupción que anida en su seno. Por ello, no faltan los duros comentarios para denunciar el abismo existente entre la vida de pobreza que llevaron los apóstoles y el modo de vivir disoluto y pecaminoso de quienes se consideran sucesores de aquéllos.
[13]
Crítica de costumbres que abarca diferentes ámbitos y personas de la sociedad. Lucena denuncia la desmedida afición de los cortesanos a las pullas; en lugar de dedicar tiempo al estudio, se divierten con esa ocupación, ufanándose de ser consumados maestros del arte de motejar. Dentro de la corte, los falsos lisonjeros no escapan a la reconvención de nuestro autor: quedan en evidencia porque, lejos de buscar con sus alabanzas el bienestar de su Soberano, persiguen su propio beneficio, y cuando le regalan los oídos lo hacen, en ocasiones, para suscitar intrigas y asechanzas palaciegas. Uno de los malos hábitos de algunos letrados es el de oír sin paciencia; así, en un momento del diálogo, Juan de Mena responderá al Obispo en estos términos: “Traemos de los estudios tan reprobada costumbre de oír sin paciencia, y sin furia no poder responder, que no te maravilles si contenerme no pude”. Otro de los vicios censurados es el de seguir la opinión del vulgo, el cual suele hablar sin conocimiento de causa suficiente, poniendo, así, en evidencia su ignorancia; tal forma de actuar, en consecuencia, demuestra la falta de rigor, en las argumentaciones, de quien se apoya en dicha opinión. Esta crítica de costumbres alcanza de forma incisiva a los ministros de la Iglesia: baste aludir al arzobispo de Toledo, Alfonso Carrillo, y a su desmedido afán en acumular riquezas, o a su incontenida afición a la alquimia, a la que dedicaba buena parte de su fortuna; también hay que poner en evidencia el fasto y boato que exhiben los cardenales cuando aparecen en público, bellas imágenes que van acompañadas de agudísimas y sabrosas notas de humor.
[14]
Es una de las preocupaciones más notables que aparecen en la obra. Desde la consideración de que el saber es la base para la formación íntegra del ser humano, Lucena insistirá en la necesidad de educar convenientemente a los hijos y a los jóvenes. Su denuncia se pone de manifiesto cuando compara el modelo de la Antigüedad clásica con el de la Castilla de su tiempo; así, dirá por boca del obispo de Burgos: “Si los atenienses a las letras, y a las armas los romanos vezaron sus hijos, los nuestros, nosotros, a las pullas”. Le preocupa también que los jóvenes no se formen en los estudios. La imagen ofrecida de Alfonso el Magnánimo, animando a todos los muchachos de su corte, en Nápoles, a que estudiaran, contrasta con la desidia que, al respecto, se vive en la castellana. En consonancia con este aspecto, hay que destacar la defensa del saber: se trata, sin duda, de uno de los asuntos en los que Lucena pone mayor énfasis. Resulta evidente en el Diálogo el desinterés general que existe en los diversos estamentos sociales por el estudio y el poco valor que se da en Castilla a esta ocupación. Con claridad, pero también con un deje de tristeza, nos lo ilustran las palabras del Obispo: “No es ya, señor Marqués, quien ilustre las letras, y por ende se caducan y ciegan”. Aparte de sus dos compañeros en el diálogo, hombres de letras por profesión, el Marqués, dedicado a la milicia, aparece como modelo de lo que tendría que ser el perfecto caballero: el que se dedica como profesión a las armas, pero que, en sus ratos de ocio, cultiva el saber, a pesar de que él mismo se lamente ante los presentes de su ignorancia en la lengua latina. Sin embargo, esta sincera confesión le da pie al Obispo para prorrumpir en una ardiente defensa del saber: “¡Mísero sea el diablo! Mísero quien desprecia la ciencia! ¡Dígase mísero quien no la procura y, como bestia, quien vive sin ella, su vida maldiga!”. Con todo, la desidia y el desinterés por el estudio campan a sus anchas por doquier, de ahí que los cortesanos no sepan latín y apenas buen castellano: “¡Oh ignorancia cortesana! ?exclamará de nuevo el prelado burgalés? Contrahácense niños o gallinas que descarban y vergüénzanse remedar a Julio César, que con tanta elegancia cuanto hacía en el día escribía la noche”. Y para colmo, la educación de los hijos ha caído en total abandono: en lugar de enseñarles los rudimentos esenciales de las letras, se les educa en el arte de lanzar pullas y de motejar; esta es la «escuela» que reciben de sus mayores. Pero no todo es denuncia: Lucena abre también las puertas para poder apreciar los beneficios del saber y ofrece ejemplos notables de personajes conocidísimos, sean de la Antigüedad, sean de su tiempo, que alcanzaron la fama gracias a su dedicación al estudio.
[15]
El más allá, y en nuestro caso la vida que sigue a la muerte, ofrece la solución final al debate: la felicidad solo es posible cuando las almas de los justos gocen de la visión directa de Dios.
[16]
El Diálogo, que sigue los modelos clásicos de este género, recoge entre sus líneas los postulados básicos de la filosofía estoica, como también lo hace el modelo de diálogo humanístico en el que Lucena se inspira, el “De humanae vitae felicitate” de Bartolomeo Facio. Pero afloran en no pocas ocasiones los guiños de complicidad con el epicureísmo (basten como ejemplos el ambiente que se crea en la comida que llevan a cabo los personajes en la posada del Marqués, y algunos de los comentarios que se producen entre el autor –convertido en la ficción dialógica en el personaje “Lucena”– y Juan de Mena, o el momento en que Lucena personaje defiende la mortalidad del alma, tesis que lo acerca a la doctrina del filósofo del Jardín).
[17]
En el repaso que llevan a cabo los protagonistas del diálogo de los diferentes estados que conforman la vida activa y la vida contemplativa, con el fin de ver si en alguno de ellos puede hallarse la felicidad, salen a la luz las diversas profesiones que puede ejercer el ser humano. Así, en la vida activa aparecen los reyes, los príncipes, los privados, los caballeros, los campesinos, los pastores y los letrados. De la contemplativa forman parte los obispos, los arzobispos, los cardenales, el Papa y los religiosos en general. En todos ellos se pondera, en un principio, los beneficios que reportan sus respectivas ocupaciones; luego, al contrario, se pone de relieve los sinsabores y las desgracias que tienen que soportar. Todo para concluir que en esta vida terrenal nadie puede alcanzar la felicidad.
[18]
Al ser el objetivo del diálogo ir más allá de la cuestión debatida, esto es, averiguar si puede hallarse la felicidad en la vida, la conversación de los interlocutores se centra en cuestiones de ámbito social, religioso o político. Por lo que atañe a este último aspecto, son comunes las referencias a sucesos, episodios o personajes que configuran ese mundillo singular. De este modo, no falta la crítica a la labor política desempeñada por los reyes castellanos para culminar la Reconquista. En concreto, Lucena pone en evidencia la desidia mostrada por Enrique IV ante la toma de Granada. Esta falta de voluntad por trabajar en la guerra justa contra los moros propiciaba que la paz interna de Castilla se viera amenazada continuamente por las discordias internas entre los nobles; tenemos un claro ejemplo en los violentos enfrentamientos que mantuvieron, tanto durante el reinado de Juan II como en el de su hijo, Enrique IV, dos facciones nobiliarias, los Óñez y los Gamboa. No falta tampoco la alusión al poder de los privados de los reyes y a su enorme ambición: como botón de muestra sirve la caída de don Álvaro de Luna y su ajusticiamiento en Valladolid. También sale a la palestra el recuerdo de la batalla de Olmedo, en la que fueron derrotados los infantes de Aragón. La figura de “Diegarias”, esto es Diego Arias Dávila, contador mayor del Reino, personifica el abuso y los excesos cometidos en el cobro de los impuestos. Todo ello, en resumidas cuentas, para sacar a la luz el estado ruinoso en el que se halla la política y la falta de capacidad de Enrique IV para llevar las riendas del poder en una Castilla necesitada, además, de un orden y de una justicia sociales.
[19]
El Obispo: se trata de don Alfonso de Cartagena (1384-1456), converso, obispo de Burgos y uno de los humanistas y escritores más destacados del siglo XV. Desempeñó un papel muy importante en el concilio de Basilea (1434), adonde fue enviado por Juan II; aquí, aparte de otros cometidos relevantes que llevó a buen término, defendió con éxito los derechos preferentes del monarca castellano ante los del rey de Inglaterra. Destacó en el campo de las letras como traductor de Cicerón y de Séneca. Sus obras más significativas son el “Memoriale virtutum”, la “Epistula … ad Petrum Fernandi de Velasco”, el “Duodenarium”, el “Doctrinal de caballeros”, el “Defensorium unitatis christianae” y el “Oracional”.
El Marqués: don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana (1398-1458). Fue caballero notable y destacado escritor. Conjugó a la perfección el cultivo de las armas con el de las letras. Como dice de él el Obispo en el Diálogo, fue “en armas estrenuo, disertísimo en letras; si en lo uno trabaja, descansa en lo ál; ni las armas sus estudios, ni los estudios empachan sus armas”. Cultivó tanto la prosa como la poesía. En el primer género, destacan la “Carta proemio al condestable don Pedro de Portugal” y los “Refranes que dicen las viejas tras el fuego”. Entre las obras en verso, hay que señalar la “Comedieta de Ponza”, el “Infierno de los enamorados”, el “Diálogo de Bías contra Fortuna”, el “Doctrinal de privados”, los “Proverbios”, los “Sonetos fechos al itálico modo”, las “Canciones y decires” y las “Serranillas”.
Juan de Mena (1411-1456) fue el poeta más imporante de la corte de Juan II y de esta centuria. Estudió en Salamanca y, posteriormente, en Roma. Debido a su buen conocimiento del latín y de los clásicos, el monarca lo nombró secretario de cartas latinas y, posteriormente, cronista real. Fue hombre que se dedicó por entero al estudio y a las letras. Juan de Lucena ofrece una bellísima imagen de ese quehacer cuando el Obispo le reconviene al poeta por exaltar en demasía el oficio de las armas, sin conocer los peligros que éstas conllevan: “Traes magrecidas las carnes por las grandes vigilias tras el libro, mas no durecidas ni callosas de dormir en el campo; el vulto pálido, gastado del estudio, mas no roto ni recosido por encuentros de lanza”. Por indicación del monarca, compuso una traducción abreviada de la Ilíada. Sus obras más significativas son la “Coronación del marqués de Santillana” y “El laberinto de fortuna”, también conocida como “Las Trescientas”. Lucena: Juan de Lucena. Para sus datos biográficos, véase la nota 5 y otras referencias que se ofrecen en el Área de Autor.
[20]
Aunque el diálogo es una adaptación de la obra latina “De humanae vitae felicitate” del humanista italiano Bartolomeo Facio, su estructura, la gran cantidad de temas diferentes que aparecen, la singularidad de los personajes, la intención que persigue y la lengua, rica en expresividad y en imágenes literarias, hacen que, entre otros aspectos, podamos considerarlo como original. Contiene algunas expresiones y fragmentos breves en latín. La lengua latina tiene una presencia esporádica en el texto, pero significativa. En latín está el títulus del prólogo, con la dedicatoria a Enrique IV: “Divo Enrico, hispaniarum quarto. De vita felici prologus incipit”; el final de éste: “Proemium explicit”, y el encabezamiento del diálogo propiamente dicho: “Johannes Lucene. De vita felici liber íncipit”. Ya en el cuerpo del texto, aparecen voces y expresiones latinas cuyo objetivo es dar mayor expresividad a lo que se discute: así, encontramos términos como “quatinus, indistincte, supra modo, ab eterno, iterum, in sempiternum”, etc. En una ocasión se reproduce un verso de Juvenal: “Prestava castas humil fortuna latinas”, y también en la lengua del Lacio se recoge el epitafio que Pío II mandó poner en el monumento que conservaba los restos de sus progenitores: “Pius II, Pontifex Maximus, gentilibus suis piccolomineis»; «Silvius hic jaceo. Coniux Victoria mecum est. Filius hoc clausit marmore Papa Pius”. Por lo mismo, cuando Juan de Lucena se introduce en el debate con el nombre de Lucena, el Obispo le da la bienvenida con un “¡Felix veni, Lucena!”, a cuyo saludo el recién llegado responde con “Beatus tu quoque sis”. En latín aparecen también las líneas que cierran la obra: “Ex urbe pridie kalendas Maias salutis mill.mj cccc.mj lx.mj iij.cij et regni tui anni noni. Regie maiestatis tue, seruorum seruulus. Juan de Lucena. Licenciatus”.
[21]
La edición de Pedro de Castro, impresa en Medina del Campo, lleva data de 1543. Pérez Pastor, sin embargo, ofrece la de 1451, por haberla tomado de Tamayo Vargas, quien ofrece, equivocadamente, esta fecha. Pedro M. Cátedra llama la atención acerca de este error en su Prefacio a la edición facsimilar de la obra de Pérez Pastor, La imprenta de Medina del Campo, Salamanca, Junta de Castilla y León, Consejería de Cultura y Turismo, 1992, pág. 19: “La noticia de Pérez Pastor [la fecha que da de 1541] la toma de Tamayo, pero es probable que se trate de una confusión con la edición de la misma obra e impresor de 1543, que no conoció nuestro bibliógrafo”.
[22]
El autor lleva a cabo una breve, pero útil, descripción del impreso.
[23]
El manuscrito 6728, que se halla en la Biblioteca Nacional de España, no lleva título. El catálogo de dicha institución lo recoge como “Diálogo moral entre don Alonso de Cartagena, obispo de Burgos, don Íñigo López de Mendoza, marqués de Santillana, y Juan de Mena, cordobés”, pues, en la encuadernación que lo guarda, uno de los folios que anteceden al texto del ms. trae escrita esta inscripción, en letra, probablemente, del siglo XVIII. El título vulgata con el que se conoce nuestro diálogo, “De vita beata”, se lo dio don Nicolás Antonio, en su Bibliotheca Hispana Vetus, quien, desconocedor de la existencia de este manuscrito, tomó como referencia el que aparecía en la edición de Medina del Campo de 1543: “Tractado de vita beata”. De la información que ofrece en su interior este manuscrito, sea en el prólogo, sea en el encabezamiento que antecede al inicio de la conversación de los protagonistas, se han tomado otros dos títulos en los últimos años: así, Guido M. Cappelli y Jerónimo Miguel (véase, aquí, nota 7).
[24]
Según consta en el tejuelo del facticio que lo alberga, pues el manuscrito II-1520 de la Real Biblioteca no lleva título alguno; es acéfalo, le faltan los dos primeros folios.
[25]
Se trata de un códice facticio en el que se encuentran otros textos. Aparte de este, que ocupa los folios 1-92, el más importante es un fragmento de “La Celestina”. Los otros son un romance con glosa de "Las quejas de Jimena" (“Rey que no hace justicia”), otro texto que es única versión antigua conocida del romance de “La muerte del príncipe Don Juan”, y un panegírico anónimo, en forma de oratio, dirigido a los reyes don Fernando y doña Isabel tras la toma de Granada.
[26]
Para la interpretación de este colofón, véase lo indicado en la descripción tipobibliográfica.
[27]
Atribución de data tópica y crónica realizada por Norton, n. 982.
[28]
Pérez Pastor. Medina, n. 23, indica por error el año 1541, fiándose de Tamayo de Vargas, pues no conoció ejemplar. Lo subsanó Pedro M. Cátedra en su “Prefacio” al facsímil de Pérez Pastor. Medina, n. *22[23] y n. 45. No obstante, la supuesta edición de 1541 persiste como noticia imaginaria en el USTC, n. 349564.
[29]
Es, por así decirlo, la edición clásica moderna, desde que se publicó en 1892. Transcribe con bastante fidelidad –no sin poder evitar algunos errores– el ms. 6728, el codex optimus. La acompaña un breve estudio introductorio con noticias biográficas sobre Juan de Lucena, aunque no todas precisas. La edición reproduce, a pie de página, las interesantes glosas, anónimas, que acompañan al manuscrito y la mayoría de marginalia.
[30]
La edición de Giovanni M. Bertini toma igualmente como base el ms. 6728, pero no reproduce ni las glosas ni las anotaciones al margen. Al final de la edición añade un pequeño glosario. Hay que decir, además, que sus buenos propósitos de obtener una edición “più rispettosa del manoscrito”, en alusión indirecta a la de Paz y Melia, caen en saco roto. Son de notar los fallos en la acentuación crítica y en la separación de palabras, y no son pocos los errores de transcripción: “haesle tronizados”, por “haes letronizados”; “ovejas”, por “orejas”; “gratia”, por “gloria”; “regrobada”, por “reprobada”; “cenças”, en lugar de venças; “maffana”, por “mañana”; “remolaste”, por “remojaste”; etc.
[31]
Esta edición apareció dentro de una “Antología de Humanistas Españoles”. Tras un breve estudio introductorio, la autora da paso a la obra. No se nos dice qué manuscrito o edición ha seguido, pero Jerónimo Miguel (2014) revela que procede de la edición impresa en Burgos en 1502. Va acompañada de algunas notas explicativas, si bien el hecho de que sea fiel a la puntuación del impreso dificulta su lectura. Sin explicar por qué, la estudiosa ha desmochado el colofón de su edición y lo ha dejado en un escueto y cojo epígrafe: “Al serenísimo príncipe y glorioso rey don Juan el segundo”.
[32]
Supone la primera edición crítica que se ha llevado a cabo. Toma como referencia el manuscrito 6728, de la Biblioteca Nacional de España, y recoge, al final del texto editado, las glosas y las anotaciones marginales, y en otro apartado, los comentarios y aclaraciones que ayudan a la interpretación del texto. En un apéndice final reproduce la obra de Facio, el “Dialogus de felicitate vitae”, texto latino que sirvió a Juan de Lucena como modelo para componer su “Diálogo”, y que es sumamente útil. En su introducción, Perotti hace un breve resumen de los estudios más relevantes publicados sobre Juan de Lucena y su obra, hasta la fecha de su edición, y, seguidamente, da un repaso a la trayectoria vital del autor, aunque no aporta ningún dato nuevo a los ya ofrecidos hasta entonces. Tras un estudio comparativo entre la obra de Lucena y el “De humanae vitae felicitate” de Facio, Perotti se centra en el estudio de la lengua del texto, de la sintaxis y de las figuras retóricas. Seguidamente, pasa a la filiación de los testimonios, para acabar elaborando un stemma que, como demuestra Jerónimo Miguel (2014) no es acertado. Cierran el estudio introductorio un comentario sobre las glosas, los criterios de edición y la disposición del aparato crítico. Llama la atención que al final del texto no se recoja ni la fecha de composición, ni el lugar en que se acabó la obra, ni el nombre de “Juan de Lucena”, junto con la rúbrica y las palabras finales de éste, que sí se hallan en el manuscrito original. Útil es el aparato crítico que hallamos a pie de página, pero se echan en falta una buena porción de variantes textuales, algunas de ellas significativas. Respecto a la transcripción del texto, se aprecian algunos errores, así como leves omisiones: “philosóphica”, por philosophía; “granqué fazer”, por “gran quefazer”; “Quiérome volver”, por “Quiérome ya volver”; “le lavan”, en lugar de “se lavan”; “vine besarte”, en lugar de “vine por besarte;” “nebuloso”, por nubuloso; “por merçed no te rías”, en vez de “por merçed que no te rías”; “ de secula a secula”, en lugar de “de secula secula”, etc.
[33]
Es la edición crítica más completa, y la más rigurosa con el texto, realizada hasta nuestros días. Como en casos anteriores, parte del ms. 6728. En el estudio introductorio se ofrece una amplia y detallada biografía de Juan de Lucena y se aclaran las otras identidades, con las que hasta la fecha se había especulado, que resultan ser falsas. Sigue a continuación un apartado sobre la obra del autor, un amplio estudio del contenido de la misma, la historia de la transmisión textual, los criterios de edición y, seguidamente, la edición propiamente dicha. Por último, un aparato crítico con las variantes textuales más significativas; el estudio de las glosas y de las anotaciones que aparecen en el manuscrito original, seguidas de la transcripción de las mismas; unas extensas y ricas notas complementarias, la bibliografía, y un utilísimo índice de notas. El texto crítico va acompañado de amplias notas a pie de página que, aunque aparentemente excesivas, ayudan a salvar los escollos de comprensión léxica que aparecen en aquél y aportan información acerca de personajes, de asuntos que se tratan dentro del diálogo, o de sucesos de carácter histórico, político, social, cultural y religioso. Estas notas se completan con las complementarias, que se recogen al final del libro.
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